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La escritora esquiva

Hace treinta años murió en Buenos Aires Sara Gallardo (1931-1988), una escritora a la que se sigue descubriendo, que se nos escapa un poco, como si todavía no ocupara un lugar demasiado cómodo en el panteón de las grandes mujeres de las letras argentinas.

 

FUENTE: Página 12 / Por Malena Rey  (31/08/2018)

 

Tal vez sea porque su ficción no se leyó en su momento en clave de género y ahora permite nuevas interpretaciones fértiles, como el caso de Enero, su primera novela, recientemente reeditada. O porque recién estos últimos años –desde 2015 a esta parte– se compilaron sus notas periodísticas, contracara de su producción ficcional, sin las cuales era imposible acceder a su prosa más afilada, esa escritura cotidiana donde sacaba a pasear sus ocurrencias e intereses más mundanos.

 

Los aniversarios sirven para poner algunas cosas en su lugar. En el caso de Sara Gallardo, para auspiciar la reedición de su libro inaugural por la editorial Fiordo -una novela con el embarazo no deseado como tema central-, y para promover la publicación de Los oficios, publicado por Excursiones, el tomo que faltaba. Compilado por Lucía De Leone –investigadora del Conicet, integrante del Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género, especialista y entusiasta promotora de la obra de Gallardo–, en este libro se reúnen un puñado de crónicas y columnas en las que Sara, con elegancia punzante y cierto desenfado culto, pasa revista a los temas de su actualidad, que ya no es la nuestra, a veces bajo su propio nombre, y otras encubierta bajo el seudónimo de “La donna è mobile”. Una lectura productiva de estas obras desde el presente, atravesada por estos treinta años de ausencia de su autora, implica considerar entonces varias Saras: la escritora moderna y hasta experimental que podía conmover y estilizar al máximo ambientes que le eran un poco ajenos con las torsiones de la ficción en textos sin finales felices; la trabajadora a destajo que entregaba varias notas por semana al tiempo que mantenía su casa y a sus tres hijxs; y la señora cultivada, atractiva y altanera, habitante de distintas ciudades del mundo, que reflexionaba públicamente con una astucia envidiable sobre temas diversos con una soltura notable, más allá de usar o no seudónimo. ¿Pueden convivir estos perfiles en una misma persona? Sí, siempre y cuando ella considere a la escritura como un campo de maniobras, y a las palabras como un ovillo que se desenrolla cada día para conocerse mejor.

 

De dónde venimos

 

¿Sigue siendo importante su extravagante origen de clase, el triple apellido aristócrata (Gallardo Drago Mitre), el saber que Sara era bisnieta del fundador de La Nación? ¿Sirve decir que quedó muy golpeada y con una depresión profunda luego de la muerte de su segundo marido, Héctor A. Murena? ¿O es más productivo leer entre líneas su vida a partir de la obra que dejó? Veamos.

 

Su primer libro, publicado en 1958, cuando Sara tenía 27 años, se llama Enero. Y lejos de tratarse, como su nombre podría indicarlo, de una novela sobre vacaciones, sol y relajo, su tema es el embarazo no deseado de una chica pobre de dieciséis años llamada Nefer. Su ambiente es el campo argentino, visto desde la órbita de los peones y trabajadores más rasos. María Elena Walsh y María Rosa Oliver repararon muy tempranamente en este texto: pusieron el acento en esa joven escritora que salía a la vida literaria con una novela que narra la violación de la hija de un puestero en la pampa bonaerense en el marco de una familia y una estancia machista, patriarcal, paternalista y conservadora. De hecho, la religión es una de las protagonistas de la historia, que agudiza cruelmente las culpas y el desamparo que siente Nefer.

 

Enero pone en evidencia la falta de lazos de las mujeres en su situación: Nefer está desamparada, tanto que se siente más a gusto arriba del caballo que en su propia casa. Se evade de las conversaciones familiares, tiene una vida activa para sus adentros, y una muy acotada de su cuerpo para afuera. De hecho, es interesante el tratamiento que hace Gallardo del personaje en las escenas en las que Nefer está sola, confundida pero activa en su cabeza, y en las escenas colectivas, en las que baja la mirada y los adultos -padre, madre, patrona, cura, médico- la avasallan. 

 

“Me han dicho muchas veces que mis personajes no luchan por nada, que son de una inercia total. Y no es que no luchen por nada, simplemente saben que contra la adversidad o ruptura del amor no se puede luchar”, decía Sara en una entrevista, mucho tiempo después de la escritura de este libro. Sesenta años más tarde, quizás el mayor mérito de Enero sea haber puesto el tema del aborto sobre la mesa, aunque su personaje no pueda resolverlo al interior de la obra.

 

“Hoy en el marco de la lucha por la ampliación de derechos y la batalla por lograr la legalización del aborto no podemos dejar de leer en esa clave a Enero, pese a que no estoy absolutamente convencida que la novela per se lo permita. Pero las operaciones críticas así lo requieren hoy en estos tiempos de demandas”, dice Lucía De Leone. “Por otro lado, quiero destacar la agudeza temática y la destreza estética de esta primera novela de una escritora que se inicia en el patriarcal sistema literario de los años 50: la apuesta por el dispositivo narrativo que no se afianza ni en el indirecto libre ni en el monólogo interior, sino que los funde magistralmente da cuenta de una pluma única en la literatura argentina”, agrega la investigadora. Ahí está entonces Enero, una novela sobre las imposibilidades, volviéndose reactiva y contemporánea, como si Sara estuviese todavía entre nosotras.

 

El espíritu es hermafrodita

 

En el marco de ese sistema literario patriarcal de la década del 50 tuvo lugar un ingreso de mujeres escritoras al campo cultural argentino. Beatriz Guido, Silvina Bullrich y Marta Lynch –las llamadas “bestselleristas”–, hoy mucho menos leídas que Gallardo, vendían gran cantidad de libros y construían sus figuras públicas mediáticas con apariciones o colaboraciones en cine y tv. Sara, bastante más discreta y exquisita, utilizó otras armas, menos obvias, más interesantes, para armar su imagen autoral. No quiso caer en ese juego, no quiso sistematizar su producción ni ceñirse al dictamen del mercado. Su segunda novela –Pantalones azules, de 1963– también se sitúa en ese campo argentino disfuncional, y es su tercera novela –la magistral y triste Los galgos, los galgos, de 1968, que está cumpliendo cincuenta años también– la que la distingue definitivamente. Ahí está su estilo, inconfundible, un poco melancólico pero siempre fulgurante. Pero Sara tampoco se acomodó en esa consagración. Fue de hecho bastante más lejos con la heterodoxa y fascinante novela Eisejuaz (1971), en la que toma la voz de un alucinado indio mataco salteño en un monólogo que traspasa los límites de la imaginación, y que fue comparada con Zama de Di Benedetto y hasta con las obras de Juan Rulfo. Esa también es Sara Gallardo, la audaz, avasallando los límites de clase que prevalecían hasta entonces en su literatura, tomando por el cuello el desafío de salir de las tradiciones. A Eisejuaz le seguiría El país del humo, su único libro de cuentos, de 1977, y el rarísimo La rosa en el viento, publicado en Barcelona en 1979, en el que juega con el tiempo y el espacio. 

 

“Nunca me interesó la literatura llamada ‘femenina’, la mentalidad de harem, la visión del ojo de la cerradura. Cuando una mujer logra su estilo valedero es porque pulió su ultrapercepción femenina en formas de rigor viril. No machista, no obscenidades ni palabrotas sino depuradas hasta conseguir diamantes: Virginia Woolf, Clarece Lispector”, decía Sara en una entrevista desabrochándose esos corsets tan apretados que no le cerraban. Y el nombre arrojado como al pasar de Clarece Lispector llama la atención, porque acaso se trata de otra escritora completamente moderna, personalísima, que fue leída por Gallardo muy temprano, generando con ella tal vez una afinidad electiva imaginaria.

 

Ante la tan repetida y absurda pregunta de si existe o no una literatura femenina, Sara Gallardo, imaginamos, revoleaba los ojos. “Es como preguntar qué piensa del ballet masculino: el ballet es uno solo. (...) Los movimientos de ballet tienen algunos rasgos muy femeninos y otros muy masculinos, pero pertenecen al mismo orden de la expresión. Lo que sí hay es un matiz femenino en lo que escriben las mujeres, al cual yo he tratado de escapar. El espíritu es hermafrodita. En la medida en que un artista se empecina en los mohines presuntamente femeninos, en las pequeñas histerias, en las exacerbadas sensibilidades, le quita arrestos a su obra”, respondía vigorosamente en una entrevista realizada por Reina Roffé incluida en Los oficios, por si quedaban dudas.

 

El periodismo como profesión coraza

 

Ejerciendo el periodismo, Gallardo también hizo volar por los aires ese binomio mujer-varón cuando era mucho más complicado y determinante conseguirlo. Se le atrevió a temas “más masculinos” como el automovilismo o la presencia de Maradona en Nápoles, y a otros “femeninos” como dónde comprar ropa de cuero a la moda con igual desparpajo. Corresponsal, entrevistadora, cronista de su época y columnista, Sara ejercía el periodismo de manera profesional, por lo que no le hacía asco a nada porque había que vivir de eso. Llegó a firmar textos en revistas femeninas como Claudia y Karina (nombres que por suerte ya nadie osaría ponerle a ninguna publicación) así como en semanarios políticos como Confirmado y Primera Plana. Con La Nación tuvo una larguísima relación, que se extendió hasta su muerte. 

 

A pesar de tallar su voz en publicaciones periódicas, Sara Gallardo cultivaba lo que ella llamaba burlonamente “desactualidad”: una especie de mirada descontracturada sobre los hechos que le permitía expresarse sobre casi cualquier tema. En sus columnas -tanto en las reunidas en Los oficios, como en el excelente Macaneos, también compilado por Lucía De Leone y publicado en la editorial de su hija Paula Pico Estrada en 2015, puede hablar de Marcello Mastroianni como del nazismo en la Alemania de posguerra, de los atractivos turísticos para ricos del Club Mediterrannée como de la visita de Indira Gandhi al país, sin especializarse en nada. Y puede ser una cronista fresca y rimbombante a la hora de hablar de Italia, en algunos de sus textos más simpáticos y espontáneos. Es en estos escritos periodísticos donde se cuela el ámbito doméstico y la reflexión sobre el propio oficio. Pero también una mirada de intermediaria entre la mujer de su casa de Argentina, y la trotamundos que fue Gallardo, cuando cruzó el océano en barco con tres hijxs chicxs, una perra y hasta el lavarropas para empezar de nuevo, tratando de superar el duelo de su viudez. Sara conectaba bien con el clima europeo culturoso, pero podía bajarlo burlonamente para que las mujeres argentinas sintieran esa cercanía.

 

Sara, la osada

 

“Tengo algunas ideas de por qué Sara pese a vender libros, a reeditarlos, a ser conocida, fue relegada muchos años del reconocimiento”, dice una vez más Lucía De Leone, voz autorizada si las hay a arrojar hipótesis. “Las osadas apuestas estéticas e ideológicas, los universos temáticos, la construcción de los personajes y los dispositivos narrativos que traen cada uno de sus libros más su original producción periodística hicieron una obra que despista, que hasta expulsa por momentos si no se insiste. Me gusta pensarla más en relación con escritoras como Elvira Orphée, una también genial escritora olvidada un poco”, agrega. Y es cierto: las lectoras debemos insistir en sus textos para que se nos revele. “Me parece que nunca se la entendió del todo. Que las lecturas de clase o biografistas obturaron sentidos que hoy podemos encontrar en sus textos. El país del humo, por caso, no es solo la rescritura de los mitos americanos desde la perspectiva de los vencidos. Es eso y mucho más. Allí Sara se anima a los amores disidentes, lesbianos, a los organismos pre-cyborgs, a desmontar los estereotipos femeninos, a narrar cuerpos prostáticos y a referir veladamente a la política de la dictadura. Lo que quiero decir es que la apertura que trajeron los estudios de género tanto como la correlación entre ‘la plaza’ y ‘la casa’, o la academia y la calle, permiten hoy pensar su obra desde otros marcos de legibilidad que la corren de las lecturas canónicas que no pudieron o no supieron ver en ella posicionamientos de género”, insiste De Leone.

 

Por otra parte, la falta de orden y sistematicidad de sus textos hizo que llevara tiempo reconstruir su trayectoria: “Nunca concibió la literatura como una excusa para el lucimiento personal ni para construirse una identidad social. Nunca se vio a sí misma pasando a la posteridad y por tanto no guardó cuaderno ni apunte alguno”, cuenta su hija Paula Pico Estrada.

 

Hoy, esa posteridad somos nosotras. Y si su obra vuelve a circular es en parte porque varias editoras e investigadoras tomaron la posta de seguirle el rastro. Sin embargo, en un gesto estrictamente contemporáneo, Sara se nos sigue escapando. Estamos ante una escritora que anima lecturas posibles que aún nadie ha pensado. La suya es una obra exquisita y desafiante, todavía misteriosa. 

 

Enero (Fiordo) 112 páginas Los oficios (Excursiones) 244 páginas. Prólogo y compilación: Lucía De Leone.