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50 años dando lecciones de lengua castellana

Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, cumple medio siglo y sigue despertando la admiración de los más diversos lectores.

 

FUENTE: Revista Ñ / Por Alfredo Grieco y Bavio (03/06/2017)

 

Si la palabra long-seller no existiera, habría que inventarla para Cien años de soledad. La novela del colombiano Gabriel García Márquez acaba de cumplir incólume su felicísimo medio siglo como best-seller serial, que en esto en definitiva consiste el long-sellerismo. Un libro que se sigue vendiendo y comprando sin mayores altibajos, y con más altos que bajos, en un período lo suficientemente largo de tiempo. Cincuenta años lo son, y Editorial Sudamericana, la casa argentina que en 1967 tuvo el acierto de publicar la primera edición de la novela latinoamericana que estalló en ¡boom! y se volvió clásico universal casi instantáneo, acaba de publicar una edición especial para celebrar el cincuentenario.

 

Entre entonces y ahora, reales, mágicos, o maravillosos, se imprimieron millones de ejemplares, en castellano, y en decenas de lenguas de traducción, y su autor ganó el Premio Nobel de Literatura en 1982 y murió en 2014 con un aprecio de crítica y público que había conocido cambios de foco, pero jamás desfallecimientos. Patriarca de veranos sin otoño, “Gabo” no tendría hoy todavía cien años, pero, nacido el 6 de marzo de 1927, ya habría cumplido los noventa.

 

No la eternidad, sino medio siglo parecen haber vuelto a Cien años de soledad más idéntica a sí misma de lo que era en 1967. Parece más desnuda que envejecida. La historia (minúsculas) de Macondo, despojada de los ropajes de la Historia (mayúsculas) de Latinoamérica que la habían favorecido, luce liberada, aérea. Ha adquirido otros, acaso espurios, en el sentido de que no le son propios, pero nunca en el de falsos, o siquiera fatalmente inadecuados.

 

El boom de la literatura latinoamericana de la década de 1960 marcó la consagración, primero en español, después en las lenguas occidentales, y aún más allá, de la forma novela. El argentino Julio Cortázar, el mexicano Carlos Fuentes, el peruano Mario Vargas Llosa, el uruguayo Juan Carlos Onetti, el chileno José Donoso, el cubano Guillermo Cabrera Infante, incluso el paraguayo Augusto Roa Bastos, aunque de diferentes generaciones, y provenientes de horizontes sociales y culturales muy distintos, gozaron, tempranos o tardíos, de la sinergia explosiva que todo lo fundía en las llamas y ardores de una única aurora.

 

Todos iban a compartir dos o tres ciudades consagratorias, Barcelona, Buenos Aires, México D.F.; dos o tres editoriales, Seix-Barral, Sudamericana, Joaquín Mortiz, dos o tres grandes editores y agentes literarios, Carlos Barral, Paco Porrúa, Carmen Balcells. Todos formaban, o parecían formar, en aquellos años, un grupo, y un grupo que hacía causa común. Un grupo que a su vez abrevaba y promocionaba a otros autores, mayores, como Borges, Bioy Casares, Edwards, Rulfo, Garro, Paz, Bianco, Guimarães, Carpentier; menores, como Sarduy, Martínez, Garmendia, Elizondo, los de la onda mexicana. Había pocas o ningunas mujeres, aunque de Recuerdos del porvenir de Garro o de La amortajada de Bombal pudiera argumentarse que provenían todos.

 

Por detrás, o en marco de todos ellos, estaban el desarrollismo latinoamericano, que había dado sus frutos urbanos en las mayores capitales, y la victoria de 1958 de la Revolución Cubana. Todos vivían con euforia la posibilidad de la revolución. Aún más que Rayuela, publicada en 1963 por la misma editorial porteña Sudamericana, Cien años de soledad iba a encarnar, como acaso ningún otro libro latinoamericano de entonces o de después, los estremecimientos y las intermitencias del corazón latinoamericano. Un pulso continental, y un corazón delator.

 

García Márquez se volvería primero el apóstol y después el apologeta del castrismo; hay que decir que generalmente lo haría con las mejores razones que se podían conseguir. La de Macondo, la historia imaginaria de una comarca imaginaria en un mundo imaginario, era la más sonriente distopía que pudiera haberse imaginado, o una utopía sin final feliz –todo lo contrario– pero obstinadamente solar y sonriente.

 

Mucho se ha dicho, y con razón, del origen de Macondo en el condado de Yoknapatawpha, el que William Faulkner había creado en el sur de Estados Unidos para su proliferante ficción. Comala, Tirinea, Santa María, Colastiné, Región, fueron otras tantas geografías de la imaginación iberoamericana que admiten filiaciones comunes, sanguíneas, o por afinidad. El “gótico” sur de Faulkner, como la Colombia de García Márquez, como la Sudamérica y el Caribe del boom, es un universo tropical y pululante, “realista” y “mágico”, turbulento pero esperanzado, fantástico pero comunitarista.

 

En Faulkner, el de los Estados esclavistas, agrarios, tradicionalistas, derrotados en la Guerra Civil y después ocupados por las tropas y la soldadesca del Norte frío, industrial y triunfante; en García Márquez, como en el Rubén Darío de la oda a Roosevelt, el de la América ingenua, que tiene sangre indígena, le reza a Cristo y habla en español, y se opone al imperialismo neocolonial de Estados Unidos. Había vencedores, y vencidos; había que reinventar en la sangre y el fango, el sonido y la furia del ficticio Yoknapatawpha de Faulkner los reveses y revisionismos históricos. Todo esto lo hizo, y bien, Gabriel García Márquez.

 

El punto de vista de García Márquez será el de los marginados. Ya en las dos primeras páginas de Cien años de soledad, además de la saga familiar del linaje de los Buendía, encontramos a gitanos honrados y judíos inventivos, dos de las víctimas del Holocausto. Excluidos del centro de la acción, son activamente voyeuristas o exhibicionistas. Aunque la significación total se les escape, y sólo a los lectores les sea dado conjeturarla, al fin de una saga familiar que es también novela política y cuento fantástico de varia imaginación.

 

Imágenes imantadas en espejos infieles, refracciones (áureas o tenebrosas), confesiones sin confidentes ni confianza, puntos de vista complementarios pero antagónicos, verdades elusivas e incompletas (pero más cósmicas que impersonales una vez que se revelan). Artificios de Faulkner, el gran novelista de entreguerra y posguerra que llega a la máxima aclamación crítica hispanoamericana en esos años, pero puestos a cuenta del astillero de la esperanza y no de la desesperanza que la dictadura pinochetista iba a dictar como título a una novela de Donoso.

 

En la década de 1990, un grupo de escritores latinomericanos muy urbanos, de los que el narrador chileno Alberto Fuguet fue la figura más visible o vocálica, manifestaron un cansancio lindero en el hartazgo con la imagen del mundo rural, misterioso, selvático, que representaba Macondo y reivindicaron sin vergüenza a un no menos imaginario, fantástico, salvaje McOndo, que evocaba el nombre de la empresa estadounidense trasnacional de comidas rápidas.

 

Es cierto que en aquellos años el realismo mágico se dejaba ver, rutinario, en best-sellers como los de Allende o Esquivel más que en la literatura de los entonces más jóvenes escritores urbanos. Pero ese movimiento sirvió para limpiar a Cien años de soledad de una de sus imágenes, que ya, por entonces, no era la única, ni la mayor. Ni el mito estaba ahora en su centro y eje, como tampoco la euforia política guerrillera. Hacia su muerte en 2014, acaso García Márquez estuviera más asociado con el nuevo periodismo, y con la hegemonía de otro género literario en Latinoamérica, la crónica, que con el realismo mágico de Cien años de soledad. Acaso el momento sea inmejorable para leer o releer, sin lastres, una novela pura.

 

Gabriel García Márquez, sentado en su casa de Barcelona en 1979. / Jordi Socias